Andrée Aynard y su cara de bruja

«Nunca ha habido un personaje femenino que transmita tal sensación de estirada delgadez, de nobleza sin gestos, de calma escrutadora», dijo de ella su amigo Jean Nouvel. A los 87 años, Andrée Putman se ha ido con la misma discreción con que vivió estos últimos tiempos: retirada del beau monde parisino en el que impuso su gusto durante varias décadas y del diseño al cual dedicó casi toda su vida.

«Madame blanco y negro», como la describió en una ocasión Le Monde, ya no extenderá sus suelos de damero por espacios públicos o privados; ni reinventará más objetos cotidianos con su sentido minimalista de la elegancia. Con ella se va un forma de entender el chic francés, ligada a aquel esplendoroso periodo de posguerra pomposamente bautizado como les 30 glorieuses, en que la ciudad de la luz pegó sus últimos coletazos como capital mundial del arte y la farándula.

Parisina hasta la médula, Andrée Aynard nació en el seno de una familia de intelectuales burgueses, amantes de la cultura y el lujo, que la empujaron a estudiar música. Y la chica se aplicó a ello porque, con sólo 19 años, recibió el premio de armonía del Conservatorio de París de las manos del compositor Francis Poulenc. Pero pronto esta disciplina dejó de interesarle, prefiriendo en su lugar trabajar para la revista de moda Femina y luego volcarse en el arte contemporáneo. Una metamorfosis a la cual contribuiría decisivamente su matrimonio con el marchante Jacques Putman, que le abrió las puertas de los círculos artísticos: de Beckett a Giacometti, pasando Arman, César o Niki de Saint Phalle.

Gracias a sus contactos y su innegable carisma personal, la señora de Putman pronto se izó en reina de la inteligentsia noctámbula y culta de la rive gauche. Primero se dio a conocer en los 70 como directora del semillero de jóvenes estilistas «Creadores e Industriales», de donde salieron Jean-Paul Gaultier, Emmanuelle Khahn, Issey Miyake o Thierry Mugler. Luego se hizo respetar por su labor como arqueóloga de olvidados diseñadores galos de entreguerras como Robert Mallet-Stevens, Jean-Michel Frank o Eileen Gray, algunas de cuyas piezas reeditó con su recién creada empresa Ecart. Y por último labró su leyenda en los 80 con sus propias creaciones de interiorismo y mobiliario, donde gustaba mezclar épocas y materiales, siempre con una vocación atemporal: la remodelación del Hotel Morgan's neoyorquino, las flagships capitalinas de Lagerlfeld, Balenciaga o Yves Saint-Laurent, el despacho del ministro de Cultura Jack Lang en la rue de Valois, la cabina de pasajeros del avión supersónico Concorde...

Paralelamente a este tipo de encargos exclusivos, esta mujer de porte aristocrático y modales desbordantes, silueta espigada, voz ronca y cigarrillo permanentemente adherido a su mano, a quien el alcalde Bertrand Delanoë definió como «la embajadora de un estilo inequívocamente parisino», se preocupó mucho de colaborar igualmente con grandes marcas como Prisunic, porque pensaba que había que acercar el diseño al pueblo.

Ese pueblo y esa Ciudad de la Luz que tanto amó le rindieron un merecido homenaje en enero de 2011, cuando el ala este del Hôtel de Ville acogió una exhibición antológica titulada Andrée Putman: embajadora del estilo, comisariada por su propia hija. «Aquí están las mejores piezas que concibió mi madre: desde el cuarto de baño del Morgan's hasta el steamer bag que hizo para Louis Vuitton, pasando por un carro de la compra para Perigot, la vajilla Ritual para Nespresso o su última genialidad, el piano Vía Láctea de 2008 para Pleyel», explicó entonces Olivia Putman, actual directora de la agencia que lleva el nombre de la finada.

Pero nuestra protagonista nunca fue a ver la exposición, quizá porque ya se sabía enferma y los actos conmemorativos le disgustaban. «Mamá vive aislada en su mundo, en su loft del 6ème Arrondissement: escucha música, lee libros, sale poco...», comentó Olivia. A pesar de su ausencia, la foto que Jean-Baptiste Huynh le hizo a Andrée en 1992, con su característico traje sastre negro y su inequívoca mueca irónica, llevándose un monóculo al ojo izquierdo, decoró aquel invierno las calles y avenidas de la metrópoli, rememorando para los transeúntes la figura de la más grande diseñadora francesa.

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